Un nuevo caso de corrupción política sacude a la
opinión pública: cincuenta y un detenidos. De ellos, seis alcaldes, cuatro del
PP y dos del PSOE, un exalcalde de Cartagena y el de Parla, otro de una casi
desconocida agrupación independiente, más el Presidente de la Diputación de
León, sustituto de la asesinada Isabel Carrasco. 250 millones de euros robados
al erario en solo dos años -a través de contratos amañados repartidos en
cuatrocientas cuentas bancarias- y treinta vehículos de lujo los que han sido
confiscados. Otra red de asociación de malhechores -políticos y empresarios
aliados-, y por mucho que digan, no casos aislados, sino los que dibujan el
mapa de un basurero extendido por todo el país, origen de la caquexia de la
economía española.
El más conocido de los detenidos es Francisco
Granados, hombre fuerte de Esperanza Aguirre, número dos del PP madrileño,
involucrado en casos tan patéticos como el espionaje, aquella ‘gestapillo’ que,
al final, se diluyó en el olvido. Todos los involucrados modificaban contratos
públicos para favorecer a una empresa de energía, de la que aún no se conoce el
nombre, pero que, puestos a mal pensar, podría ser la misma de la que Aznar es
consejero, de forma que viniera a imbricarse el caso en el de la trama de
financiación ilegal del PP. ¿Una hipótesis descabellada, a la vista de lo que
se va descubriendo sobre el muladar descomunal que es la política española actual?
Desde el PP dicen -para variar- que son cosas que
abochornan, pero que no es la norma. Pero su sede la reformaron con dinero
negro, la cúpula del partido cobraba sobresueldos ilegales también en negro, su
exsecretario general, Ángel Acebes, está imputado por uso de dinero negro para
financiar un medio de la caverna, y su actual secretaria general, Dolores de
Cospedal, a punto de serlo por la mordida a Sacyr en la contrata de basuras del
Ayuntamiento de Toledo, que supuestamente financió su campaña.
“Unas pocas cosas no son 46 millones de españoles”,
dijo Raxoi, como si no fuese con él, en el caso que se ha conocido hoy, el que
esté implicado quien fue el número dos de la Comunidad de Madrid y senador de
su partido, Francisco Granados, cuya candidatura la aprobó él mismo. No son
‘unas pocas cosas’ de cuarenta y seis millones de españoles’, son cosas propias
de un partido político que parece actuar, más que como tal, como una asociación
de malhechores.
Gürtel, Brugal, Pokemon, los ERE’s en Andalucía, el
caso Pujol en Catalunya, el de las tarjetas negras de Caja Madrid, que, por
cierto, a decir de José Elpidio Silva no son sino el 1% del latrocinio de esa
Caja. Prácticamente ningún partido político con representación parlamentaria se
ha librado de estar inmerso en el nauseabundo vertedero que es la política
nacional. El sistema actual, o el régimen del 78, como lo describe
acertadamente Podemos, se ahoga en el descrédito de un latrocinio sostenido. El
cansancio de la ciudadanía aumenta en proporción geométrica al conocimiento de
nuevos casos, casi nadie, excepto los fanáticos del PP, puede más.
“Esto es gasolina para Podemos’, comentaba, o
lamentaba, en una tertulia un miembro de la derecha. Nadie puede soportar ya
tanta inmundicia. El estado de descomposición del régimen, que se manifiesta en
el descubrimiento diario de nuevos casos de corrupción, de millones de euros
robados a lo público, está derivando en la gangrena mortal de este régimen, y
muy en especial, del Gobierno actual.
No hay palabras para describir este insufrible estado
de descomposición, y no se entiende que no haya provocado la dimisión
fulminante del Gobierno. Por mucho menos, infinitamente menos, cualquier líder
europeo habría disuelto las cámaras y convocado elecciones, asumiendo que, así,
no se puede gobernar. Sin embargo, los dirigentes del PP hablan de la
corrupción como si no fuese con ellos, se plantean ‘reuniones para tomar
medidas contra los corruptos’, ahora tentándose la ropa de cuánto dicen,
seguramente por miedo a desatar las lenguas de los proscritos. Al menos en el
PSOE a los corruptos los echan sin contemplaciones.
No se entiende que en todas aquellas ciudades o
pueblos donde hoy se está deteniendo a alcaldes y empresarios conniventes no
salgan a la calle cientos de miles de ciudadanos a exigir que se vayan, sin
moverse hasta haberlo logrado. Que no se rodee el Congreso para forzar la
dimisión de un Gobierno impresentable inmerso en la corrupción, o que el
Tribunal Supremo, o el Constitucional, no tome cartas en el asunto. Aunque, en
este caso, se podría explicar por el hecho de que quienes dominan en esos
órganos -que habrían de ser de independientes-, deben sus nombramientos al
propio Gobierno al que debieran arrojar del poder.
Ni existe explicación alguna para que la UE, que se
supone que ha de velar por el cumplimiento de las normas democráticas en los
estados miembros, no exija a Raxoi que presente la dimisión y convoque
elecciones. No lo hace, sin duda, porque esa igualmente corrupta UE, en manos
de una Comisión cuya única labor es la de servir los intereses de los
especuladores financieros y a la oligarquía empresarial internacional, se
siente cómoda con un presidente y un partido que se amoldan a cualquier
exigencia económica que plantee, y siempre de espaldas a los intereses de la
ciudadanía.
Somos nosotros los únicos que podemos acabar con esta
situación, del mismo modo que se acabó en Islandia: saliendo a la calle a
exigir que se vayan, y aun a pesar de que, en nuestro caso, esa asociación de
malhechores que detenta el poder cuenta con la brutalidad de unas fuerzas de
seguridad impensable hace muy poco tiempo.
Pero esos antidisturbios, que son pueblo, y que como
pueblo padecen las mismas consecuencias que se derivan del latrocinio
continuado, se disolverán en nada en el momento en que, ante doscientos o dos
mil de ellos, se plante la voluntad de cinco o seis millones de ciudadanos para
exigir que se vayan para siempre los delincuentes que arruinaron una nación y
su dignidad.
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